La serie des-signación es parte del proyecto Re-sistencia, considerando la sistencia como categoría ontológica que trata de las experiencias y expresiones del ser. El prefijo Re viene a intensificar dichas acciones y reafirma la necesidad del ser humano de aprender a acceder al misterio de su ser, de su propia realidad y, al tiempo, a estar abierto a otras realidades, las del resto de los seres vivos y el mundo.
Des-signación es, en esencia, un ejercicio de desprendimiento. Nuestra relación con las cosas, con otros seres y con el mundo viene cargada de signos, de designaciones que otros establecen, que el poder prescribe como verdades, significantes que terminamos por asumir como normas o leyes que, aún sin serlas en su totalidad, condicionan directamente tanto como ellas, pero solapadas, enmascaradas, encubiertas y que en cada época erigen muros y delimitan la convivencia, las relaciones y las libertades.
Borrar dichas marcas, reconsiderar los caminos marcados por el poder, desprenderse de ciertas cargas que a través de la historia y la cultura hemos asumido a lo largo de los tiempos y que nos impiden el movimiento se vuelve prioritario, sobre todo porque ya sabemos que el ser humano ha marcado un claro y seguro camino hacia su autodestrucción, en el sentido de variar y modificar drásticamente las condiciones naturales que durante tantos siglos ha hecho posible un tipo de vida y relación con el planeta y el universo. Mirar exclusivamente hacia el futuro desde un presente atormentado, actuando como autómatas guiados por tantos signos y significantes que responden básicamente a los intereses del poder económico, es dejarnos llevar simplemente por aquello que el propio sistema plantea como salida y solución a los graves problemas que él mismo ha generado. Esperar que nuevos signos creados por el poder orienten nuestros pasos hacia el futuro es el mayor signo de fracaso que, como seres humanos, podemos admitir. Sería profundizar, ahondar y gravar en todo aquello que nos ha colocado en esta situación.
Por ello, lo primero es detenerse, tratar de des-significar aquello que determina nuestros pasos, aquello que se nos ha presentado como invariable, inamovible, fijo y permanente. La des-signación es un primer paso para ganar, al menos, ciertas parcelas de libertad real. Al des-signarlos, todos los signos, es decir las certezas, son puestos en duda, se les elimina la capa de intencionalidad dominante, esclavista, opresiva y controladora con la que el poder los cubre. Las certezas imponen una cotidianidad que nos calma, nos sosiega, nos adormece, nos posterga, nos dice lo que hay que pensar y cómo hay que pensarlo. Des-signar nos sitúa fuera de ese ámbito, nos separa de la actualidad, del pesado aire que nos inmoviliza, del espacio de confort, de la tendencia, como dice Alberto Savinio, «a buscar lo más sencillo, a hacer caso omiso de las oscuridades (…) a hacer de la vida una serie ininterrumpida de vocales (…)». Al contrario, nos aproxima a una postura anacorética que, como dice Alberto Ruiz de Samaniego, la huida del anacoreta al desierto «no significa tanto el anhelo de una vida nueva como la muerte del pasado: la evasión de la (propia) historia. Romper lazos representa liberarse de las cadenas que nos esclavizan en los dominios sociales».
Des-signar requiere, del mismo modo, situarse en un espacio virginal, como metáfora iniciática, el principio, estado salvaje, albor civilizatorio. Emanciparse del «aeiouismo» actual del que habla Savinio. Un espacio que nos permita re-escribir la propia historia, ahora más ligera, con cierto espíritu nómada. Menos sujeto a entidades “sagradas”, a conceptos por los que merezca la pena entregar la propia vida. A sabiendas de que el mundo no se puede cambiar, entre otras cosas porque el tiempo apremia, porque cada vez desde hace mucho tiempo es ya demasiado tarde, como dice Georges Perec, porque nada hace pensar lo contrario, queda, desde lo personal, crear un espacio ligero, leve, ingrávido, en continua transformación, sin pivotes fuertemente atados al suelo, sin determinismos e ídolos a los que guardar pleitesía.
Queda retirarse, ausentarse, desligarse, escapar de las redes que el sistema extiende y la sociedad termina asumiendo como si esa fuera la única posibilidad realizable. Resta resistir en espacios que, por su infinidad, inmensidad y marginalidad, escapan a los ámbitos de control, núcleos de resistencia, dice Gianni Vattimo, como aquellos monasterios medievales en los que se copiaban manuscritos. Esperar pacientemente porque la vida, además, y sobre todo, puede estar ausente de objetivo. Esperar, aquietarse porque en sí misma es esta una actitud revolucionaria y, tal vez, el mayor acto de resistencia posible. Abandonar la trayectoria rectilínea, el continuo y acelerado avance, el ir hacia delante sin saber a dónde, como llevados en volandas por el movimiento social impulsado por el sistema capitalista, por el sistema de producción del mundo industrial y tecnológico.
Esperar y no hacer nada, pues, como dice Spinoza, «solo cuando no puedo hacer nada puedo pensarlo todo». Nos encontramos en un momento de la historia de la humanidad en el que hay que pensarlo todo y, sobre todo, no olvidarnos de las grandes preguntas que desde hace tres mil años nos hemos ido planteando, no tanto para encontrar respuestas como para que se conviertan en gérmenes de nuevos interrogantes.
Esperar, contemplar, mirar a lo lejos y tal vez así preguntarnos, como el narrador hace al personaje de Un hombre que duerme de Georges Perec, cómo es posible que no hayas «sabido nada de lo que hoy ya es inexorable», «En lo que llamas tu historia ¿nunca has visto fisuras?». ¿En qué mundo hemos vivido? ¿He sido capaz de levantar un mundo propio o simplemente he vivido el que me han dictado?
Esperar. Una espera serena, dice Heidegger y, así percibir, como Hermann Hesse, «cierto humor del aire y de las nubes, ciertos matices en los colores o ciertos cambios de fragancia y humedad» y, desde el mismo espacio, un espacio sin lugares, el espacio desértico y neutro del que habla Lefebvre al tratar sobre el grado cero de Barthes, viendo pasar las horas y los días y desgranando de ellos aquello hasta ahora perdido, abandonado por miradas nerviosas, precipitadas, inquietas, sin capacidad de percepción. Esperar a que lleguen las sombras, que los brillos duerman, y los tonos suaves y envolventes se enlacen unos con otros para construir todo el paisaje, sin cortes, sin saltos, como un continuo en permanente y pausada transformación.
Esperar y, tal vez, con suerte, la melancolía nos alcance, signo de que el pensamiento se ha activado. Esperar y dejarse llevar porque «si quieres oír los murmullos», dice Hermann Hesse, también has de sufrir los aullidos, «eres un pájaro en medio de la tormenta ¡déjala rugir! ¡déjate llevar!».
Matar el pasado es deconstruirlo de tal modo que podamos, en ese esfuerzo, tomar conciencia de todo lo que desde siglos nos ha venido impuesto, significantes que determinan también nuestra individuación. En este camino, el objetivo principal es, como dice Michel Foucault, «rechazar lo que somos», crear nuevas subjetividades. Si el hombre no es realidad sino posibilidad, siguiendo a Heidegger, solo la construcción personal de la misma puede dar acceso a su libertad. Dejar en manos del poder lo que es, en esencia, su naturaleza es dejar de ser.
Roberto Batista, octubre 2019